¿Puede el arte ser un constructo social?
A principios del S. XXI (como continuación del XX y sus vanguardias) el arte se ha convertido para muchos en un fraude, en algo elitista, pocos lo entienden, y para algunos ni siquiera existe; quizá estemos asistiendo a la desaparición del arte (al cumplimiento de la predicción hegeliana de su muerte). Si esto fuera así no sería causado por la falta de experimentación y de investigación en el plano estético, ni por la falta de necesidad que los hombres y los pueblos tengan de éste, sino por la falta de compromiso político y social y por el abandono de los vínculos con el sentido, o los sentidos, más profundos que toda sociedad tiene.
El arte es una forma de expresión que cambia con el tiempo y con la historia a la que pertenece y representa, cambia su forma de expresión, pero no el interés por articular discursos sobre asuntos comunes y universales. Para Ernst Fischer, cuyo libro sobre el tema se titula precisamente La necesidad del arte, éste jamás desaparecerá ni perderá su relación con la humanidad. El hombre, para rebasar los límites que le impone su individualidad, para convertir a ésta en social, tiene que apropiarse de otras experiencias, y el arte resulta, en este sentido, totalmente indispensable. El arte es un poderoso llamamiento a la acción, en tanto que ilustra diversas y potenciales formas para cambiar el mundo. Creo que, además, es un poderoso vínculo entre el individuo y la sociedad, especialmente en la medida que dicho arte consiga el consenso.
Es cierto que el arte cambia de función al cambiar la sociedad, o tal vez más que de función de objetivo. Todo arte está condicionado por el tiempo y representa la humanidad en la medida en que corresponde a las ideas y aspiraciones, a las necesidades y esperanzas de una situación histórica particular.
En sus orígenes estuvo ligado a la magia, como forma de vincular a los individuos de la tribu, al tiempo que ésta se supeditaba al cosmos. Para muchos estudioso de este asunto los primeros artistas eran los chamanes. Hoy su función no consiste en hacer magia sino en ilustrar y estimular la acción. En los principios de la humanidad el arte tenía muy poco que ver con la belleza y nada en absoluto con el deseo estético, era un instrumento mágico y un arma del colectivo en la lucha por la supervivencia: una forma de vinculación emocional, rebosante de sentido social y cósmico. Ahí radicaba su importancia y su naturaleza conmovedora para toda la colectividad. La necesidad de creación de un mundo superpuesto a la misma naturaleza, pero en conformidad con ella, es el origen de la necesidad humana de expresarse artísticamente.
En el presente, para poder dar una valoración al arte actual, tenemos que ser conscientes del mundo en que vivimos. Un mundo en crisis en distintos planos, sin valores estables, es decir: un mundo en el que la realidad, pese al incremento tecnológico, se des-optimiza socialmente cada vez más.
El capitalismo ha mercantilizado la obra de arte, ha aislado al arte y al artista de la comunidad, y ha impedido el cumplimiento de su función social, esto es: el cumplimiento de la optimización humana y social de ésta, como su valor más grande y genuino. El arte, en muchas ocasiones, se ha convertido en una actividad separada de la vida pública; su desaparición implica la desaparición de las causas que determinaron su necesidad para el hombre (el vínculo entre ellos y la relación con el cosmos), y puede significar la incautación humana de la Naturaleza. Desde finales de la Prehistoria y comienzo de la Historia la cultura hegemónica fue siempre la cultura de las clases dominantes, que se han ido apropiando de la creación colectiva (imponiéndole su particular concepción del hombre y del mundo), aplastando todo lo que cuestionara su dominio de clase, dándole un carácter alienante. Es más, utilizándolo para sus propios fines como propaganda.
Pero el arte tiene que ser un estilo de vida y acción y hay que negarlo como una actividad específica, especializada, exterior al hombre y a su vida cotidiana. El capitalismo ha hecho que el arte pierda el carácter público que tenía en otras épocas, y le ha transformado en mercancía de consumo individual, donde el valor del cambio es más importante que su valor estético y por supuesto más que el comunicativo y documental. A la vista están las enormes sumas que se pagan en las subastas más importantes del mundo, la obra de arte es comprada como señal de prestigio social y económico, pero no por el valor que tiene en sí, ni siquiera por su valor como documento de la Historia. El arte, y la técnica en general, han adquirido una naturaleza irresponsable y desaprensiva. El capitalismo es un mercado consumidor económicamente poderoso y manipulado por intereses comerciales que necesita renovar la oferta (ahí su debilidad), inventando modas transitorias que desnaturalizan la creación estética y su función social.
La moda actual del arte es la moda del arte-mercancía, cuyo auge social responde a necesidades de tipo económico impuestas por la sociedad de consumo y que nada tiene que ver con las necesidades sociales a que el arte está destinado. De aquí deriva, en parte, esa ausencia de contenidos sociales y a terminar con esta realidad no están contribuyendo mucho que digamos las instituciones y agentes implicados en el arte, me refiero al papel que están jugando museos, centros de arte y galerías, empeñados en una carrera de fondo por mostrar, sin interés alguno por de-mostrar.
Tampoco podemos olvidar la gran carga que lleva el arte des-socializado de servir de evasión. El tema de la huida de la realidad aparece constantemente en la literatura, en el cine y en el arte. Es el tema del abandono de una sociedad que se considera catastrófica, para alcanzar un supuesto estado de ser puro o desnudo, al margen de toda colectividad.
Lo que más daño hace a los problemas de la deshumanización de las artes es la aparición de una industria de las diversiones, con inmensas masas de consumidores del “arte”. Es un arte para las masas, pero al ignorar precisamente a éstas retoma peligrosamente un cierto despotismo ilustrado y abre de par en par las puertas a todos los residuos producidos por las industrias de la diversión (Julio Paleteiro). La cultura no debe ser creada por y para una élite iluminada y superior, en la que el pueblo sólo participa como receptor, o no participa en absoluto. La cultura debe ser un hecho colectivo, inmerso en la vida cotidiana y que se expresa en estilos de vida, modos de pensar y actuar, y siempre con los fines antes dichos en la optimización del hombre y la sociedad. Cuando el artista descubre realidades nuevas, no lo hace sólo para él, lo hace también para los demás, para todos los que quieren saber en qué mundo viven.
Desde el punto de vista de las necesidades sociales el arte está llamado a perfilar y definir un estado de verdadero bienestar colectivo, más aun: está llamado a perfilar y definir “un bien ser comunal”, colectivo, “en cuanto principio y fundamento del bien estar” (Julio Paleteiro). Es cierto que la contemplación del arte constituye un deleite y que el disfrute de éste, en cuanto goce estético del espíritu, ha estado durante siglos en poder de un estamento. En sus orígenes, en los tiempos en que se practicaba en su verdadera esencia no era así. Su auténtica vocación debe ser tan universal y común a todo hombre como el derecho a la luz, al aire y al pan.
El arte, por su propia esencia tiene forzosamente que tener un contenido social, una misión. Si el arte solo fuera una recreación para la vista no tendría sentido alguno el esfuerzo por teorizar, la energía del artista por crear formas plenas de contenido, por establecer referencias y proyectar puentes a lo largo de la historia. Tiene una capacidad ilimitada para crear narraciones y unidades de sentido, según sea su naturaleza, y con éstas contar historias y transmitir valores.
Al hilo de esto John Hospers considera que “no está hecho el arte para ser adorno de paredes o de mesas, sino para ser objeto de contemplación, de reflexión, de estudio…”.
El arte o tiene una función social o no puede ser arte, será otras cosas, tal vez estéticamente bellas, pero no obras de arte en el más profundo sentido social de este fenómeno. De ahí que el artista tenga una función social y una responsabilidad en la sociedad, de la que no se puede zafar en ningún momento. Pero cuando hablo de “arte social” no me quiero referir solamente a una obra que hable de los problemas de la población, también, “puramente estético” –llamémosle así- que tiene o puede tener esta función: la de poner de manifiesto la belleza.
Vasily Kandinsky es, tal vez, más profundo que Hospers cuando asevera que “la verdadera obra de arte nace misteriosamente del artista por vía mística” y aún más fuerte al asegurar que “el arte es un lenguaje que habla al alma de cosas que son para ella el pan cotidiano, que solo puede percibir de esta forma”. A esto me refería antes cuando hablaba de unidades de sentido inmediato; frente a la naturaleza más discursiva y eminentemente referencial, propia del “logos” científico.
En resumen, la función del arte en la sociedad es servir de guía y de espejo en donde la sociedad misma se pueda mirar y aprender, y encaminarse a sus fines, respetando sus primeros principios. Su función es servir de narrador de la – de su- contemporaneidad. Debe y puede constituirse en un arma de lucha no violenta, nacional y social, contra las jerarquías que indisponen a la sociedad y la desgarran.
Los creadores, con conciencia de la frustración social y humana, tienen la responsabilidad y la obligación de insertarse en forma activa y militante en la lucha concreta y cotidiana de las masas, creando en función de las urgencias de esa lucha. Pero sobre todo propiciando nuevas articulaciones lingüísticas y contenidos. Por supuesto, esto conlleva una cierta violencia; aunque en dicho caso se trate no de violencia física, sino artística, cultural.
El arte es una elaboración colectiva y la creatividad del autor consiste en su capacidad de captarla y expresarla sintéticamente. Y hoy más que nunca dicha capacidad debe consistir en recuperarla para la sociedad. Por que sobre todo, por citar nuevamente a Julio Paleteiro, el verdadero artista revolucionario deberá mostrar la naturaleza comunal de su pensamiento y su lenguaje al tratar incluso de las más nimias anécdotas.
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