16/7/21

BOLTANSKI

“Tengo la impresión que decir o escribir el nombre de alguien le devuelve la vida durante unos instantes; si lo nombramos es porque conocemos la diferencia”. Ya hemos visto cómo en la mayoría de los estudios teóricos, tanto al hablar de memoria como posmemoria, hacen referencia al Holocausto, al extermino Nazi sobre el pueblo judío, pero también sobre los homosexuales, los gitanos y cualquier otra persona que no se ajustara a su idea de “raza pura” y por tanto merecedora de la vida. Hago esta referencia porque normalmente se habla del sufrimiento de los judíos, que fue terrible, pero que no fueron los únicos. Las referencias a este hecho son sin duda fundamentales, por su magnitud y por lo que significó a escala mundial. Por eso se ve tan bien y extensamente desde la teoría de la memoria y sobre todo de la posmemoria y desde las construcciones culturales. Muchos son los/as artistas que han realizado su obra atendiendo a esto y es un tema que sigue siendo visitado y revisitado. También porque muchos de ellos, de forma directa o indirecta tienen una implicación o recuerdo personal/familiar sobre lo que ocurrió. La posmemoria realiza un trabajo importantísimo en relación con este hecho que comento. No son demasiados los que sobrevivieron y los que lo pudieron hacer han sufrido el paso del tiempo, muchos y muchas tardaron años e incluso décadas en poder hablar de ello, del sufrimiento, de las vejaciones, de los asesinatos en las casas y en las calles, de los guetos y del traslado a los campos de exterminio, de los familiares desaparecidos. No es un trauma fácil de superar, por eso tal vez quien ha reivindicado y evidenciado más lo que ocurrió han sido las segundas y terceras generaciones, hijos e hijas y en muchos casos nietos y nietas que han ido poco a poco reconstruyendo historias, recogiendo testimonios, elaborando un álbum familiar discontinuo, con muchas lagunas, que pudiera explicar no solo su pasado sino también su presente, el ser hijos o nietos de represaliados, las memorias de los abuelos que se llevaron, de los tíos de los que nunca más se supo, de la abuela que escondía en un cajón una fotografía desvaída, un trozo de tela con una estrella o con un triangulo. Christian Boltanski (París, 1944), un artista fundamental para el tema que nos ocupa, aborda su trabajo desde dos ideas principales: la identidad y la muerte. Dos conceptos que atraviesan e hilan su obra como si de un bajo continuo se tratara y que podemos reconocer fácilmente en sus objetos e instalaciones. Identidad y muerte y la huella que esto deja en los objetos, las vidas que podemos reconstruir –o inventarnos- mediante la contemplación de cualquier cosa, por insignificante que nos pueda parecer al principio, pero especialmente en las fotografías, que utiliza en innumerables ocasiones, así como en la memoria de los lugares. Es un apasionado coleccionista de objetos a los que les da un sentido preciso. Su trabajo parte en un primer momento de lo autobiográfico para expandirse hacia una memoria colectiva pero construida a partir de recuerdos individuales. Fotografías de álbumes familiares, reales o inventados, están en casi toda su obra. Son testimonios de vida, de vidas que existieron y que ahora se han convertido en anónimas. La reutilización de estos objetos encontrados por parte del artista es síntoma de su lucha por combatir la muerte mediante la memoria. Porque, según dice, aunque las personas desaparezcan algo de ellos queda latente en sus pertenencias. En sus instalaciones trabaja sobre este tema dando una segunda vida a las cosas, ya sea con fotografías de revistas de crónicas, archivos o como la que más puede llamar la atención de su trabajo, la ropa como presencia del cuerpo ausente. Nos hace recordar a aquellos desaparecidos de los que no hablan los libros, lo que él llama “pequeñas memorias”, los signos que emplea son tan cotidianos que crean en nosotros una empatía mayor . Entre 1960 y 1971 empieza a reconstruir su infancia, como la de tantos recompuesta desde historias familiares impresas en fotografías, una infancia marcada por los recuerdos que sus padres tenían del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial. Al final de la década y ya en los ochenta comienza a salir de las referencias personales hacia un interés por las vidas de personas anónimas, también reflejadas en fotografías. Como artista uno se cura hablando de su trauma. En mi caso, es probable que el trauma haya sido que cuando era chico oí muchas historias de la Shoah contadas por sobrevivientes. (Salió por primera vez sólo a la calle a los 18 años) Vivíamos en una casa muy grande, pero todos dormíamos en la misma habitación. Mis padres no querían que saliera solo: tenían miedo de que se produjera un accidente o algo así. El trauma de la guerra hizo que aún después de la guerra, cuando ya no había peligro, siempre estuviera la idea de que cualquier cosa podía ocurrir. Ni mis hermanos ni yo salíamos de la casa. Como digo su interés, y casi obsesión, es la “reconstrucción” de vidas a través de los recuerdos. No toda su obra se centra en el Holocausto, poco a poco va interesándose por otros acontecimientos que han ido marcando la historia reciente, historias que en su momento fueron importantes y que poco a poco se fueron diluyendo. Pero en referencia al nefasto acontecimiento del Nazismo está, por ejemplo, Reserve Canadá (1988)
, donde alude al eufemismo utilizado por los nazis para designar a aquellos los almacenes donde los judíos tenían que dejar sus efectos personales. Es una instalación compuesta por ropas con luces de neón entre ellas. Como en casi todos sus trabajos, los objetos, ropas en este caso, refieren de las personas que los utilizaron, del lugar a donde los llevaron puestos, de las otras personas con quienes se relacionaron. Gente ahora desaparecida y anónima pero que tuvieron unas vidas. La referencia al extermino es más que directa, ya que muchas de estas prendas, si no todas, provenían de los campos nazis. De la misma forma, La Réserve des Suisses Morts (1991)
, fue realizada a lo largo de tres años (1990-1993) en los que seleccionó cada día fotografías que aparecían en la sección necrológica de un periódico suizo y que son una referencia directa a la tragedia de la que hablo. La instalación está compuesta por dos mil quinientas ochenta cajas, cada una con una de esas fotografías con el rostro de un muerto en primer plano iluminadas por lámparas de oficina. Son huellas de una ausencia, que corresponden a otras tantas vidas, las huellas que todo ser humano deja por el hecho de haber vivido. Regards (1993)
es una colección de fotografías, miradas anónimas, que fue sacando de fotogramas de un programa de televisión donde contaban historias de deportaciones a campos de concentración. Representaban a los “justos” mirando a los espectadores. Una especie de testigos mudos repartidos por el espacio. Observan sin que los visitantes sepan por qué, pero miran preguntando por la razón de la injusticia, es más, por la razón del olvido. Antes de preparar la instalación para una exposición ya las había mostrado en las calles de París, en grandes vallas publicitarias. Lo que me interesa es plantear preguntas sobre la vida y al hacerlo transmitir una emoción. Las preguntas son siempre las mismas pero lo que cambia es la manera de presentarlas. Son parábolas mudas hechas con medios contemporáneos, imágenes y sonidos que lanzan preguntas y no dan las respuestas para empujar al espectador a plantearse cosas y a sacar conclusiones según su propia experiencia. Cuando hice el trabajo del Grand Palais hubo gente que lo relacionó inmediatamente con el Holocausto, pero a otros muchos les hizo pensar en el terremoto de Haití que acababa de ocurrir y las dos interpretaciones me parecen bien. Una buena obra nunca se puede leer sólo de una manera . Les tombeaux (1996)
, volviendo a hablar de la memoria y de los desaparecidos, es una instalación con siete tumbas anónimas que hacen referencia a las víctimas sin reconocimiento. Junto a cada una hay bombillas que recuerdan las velas que alumbran el viaje de las almas de los difuntos. Así intenta evitar el olvido y crear un espacio de conmemoración y recuerdo que, al ser anónimas, se expande a todos aquellos y aquellas de los que se han perdido su memoria. La instalación la completan unos portarretratos, como muchos aquellos que aparecen en los cementerios junto a las lápidas, pero están vacíos, una vez más para extender lo personal a lo colectivo. En lugar de la fotografía hay un espejo negro que no hace referencia tanto a la muerte sino que es un reflectante de quien se acerque a mirar. Trágico esto, pero muy eficaz para activar la empatía del público con los desaparecidos. Los que utiliza en su obra, vestidos viejos y fotografías en muchas ocasiones, tienen la capacidad que congelar y a la vez reactivar el tiempo, al mismo tiempo que interactuar con la mirada y la memoria de quien visita sus exposiciones. Las fotos, como las ropas, son imágenes del pasado, pero cada uno, con sus propios recuerdos, los dota de un nuevo contenido, crea nuevas historias. Cuando esto de hace sobre la memoria de los y las asesinados tiene un importante valor añadido: traemos de nuevo a la vida a quienes desaparecieron. Olvidarlos es como asesinarlos por segunda vez. Es justo esto lo que trata de evitar con su trabajo. Lo que me ha interesado –y de eso he intentado hablar- es lo que yo llamo la pequeña memoria. Es lo que nos diferencia a unos de otros. La gran memoria se encuentra en los libros de historia, pero la acumulación de pequeños saberes que todos tenemos dentro constituye lo que somos. Sé que en esta lucha que he emprendido no hay esperanza. Alguien dijo: ‘Hoy, morimos dos veces: una primera vez en el momento del fallecimiento, y la segunda cuando nadie te conoce ya en una fotografía’. A menudo elaboro listas de nombres (Suisses morts, ouvriers d’une usine du nord de l’Angleterre au XIXème siècle, artistas ayant participé à la Biennale de Venise...) porque tengo la impresión que decir o escribir el nombre de alguien le devuelve la vida durante unos instantes; si lo nombramos es porque conocemos la diferencia” .