27/4/21
La escultura y la imagen, a propósito del trabajo de Lidó Rico
Siempre ha habido controversias entre la escultura y la imagen, la imagen como objeto tridimensional. Mientras que de las primeras se dice que están realizadas por escultores y tantas veces se las considera como “obra mayor”, para las segundas se habla de imagineros y desde muchos ángulos se las trata como “obra menor” y casi siempre parece que se las mira de soslayo.
En los museos de Bellas Artes podemos admirar muchas y siempre nos las muestran y explican como esculturas, como si decir imágenes fuera tratarlas como de segunda fila. Generalmente cuando escriben sobre ellas lo hacen utilizando un sistema formalista: que si son de madera o barro, que si están estofadas, que si tal tipo de pliegues en los mantos pertenece a tal estilo… En nuestras facultades de Historia del Arte nos encontramos con lo mismo, nos enseñan el qué, el cómo, el cuándo y el quién, pero nunca el para qué y el porqué se hizo tal o cual obra.
Desde mi punto de vista esto último es un error, si no sabemos la razón por la que se hizo una obra de arte, a qué público iba dirigida y qué efecto esperaba provocar en quienes la vieran, el que sepamos que es del s XVI o XVIII y que la hizo fulanito o menganito importa más bien poco.
Por ejemplo se trata como escultura –y qué escultura!- al David de Miguel Ángel y sin duda lo es, pero pocas veces te explican que realmente es la imagen de Florencia, una “pequeña” república enfrentada al todopoderoso Estado Pontificio, como el pequeño David se enfrentó al gigante Goliat y más que con su fuerza lo hizo con su ingenio, por eso la importancia que tiene en su expresión, ese fruncir el entrecejo, pensando en cómo derribarlo. Además claro está de la fuerte musculatura de sus brazos y el enorme tamaño de sus manos. De alguna manera como escultura tiene un problema de escalas entre las diferentes partes del cuerpo, pero como imagen es poderosísima.
Como digo a las llamadas imágenes se las pone en segunda fila y a los llamados imagineros no digamos. Pero es mucho más difícil construir una imagen que una escultura, o a caso todas las esculturas sean imágenes.
La dificultad de construir una imagen está en que es una construcción física, concreta, pero que tiene que dar un mensaje abstracto. Es la concreción de una abstracción. Todas las religiones, por ejemplo, crean imágenes aunque no todas creen esculturas. Esto tal vez parezca sorprendente pero voy a tratar de explicarme. El Islam por ejemplo es anicónica, se dice que no está permitido crear imágenes pero no es cierto, lo que no está permitido es crear esculturas. Las figuras geométricas de sus azulejerías, que tranzan líneas y dibujos sin principio ni fin son la imagen de Alá, dios eterno sin principio ni fin.
Por tanto podríamos decir que en una escultura lo importante es el mensaje que nos da, la imagen que hace que podamos entender lo que nos quiere contar y eso es la concreción de una abstracción.
Si observamos la trayectoria profesional de Lidó Rico (Yecla, Murcia, 1968), si nos detenemos en cada propuesta expositiva observaremos que realmente es un constructor de imágenes, imágenes evocadoras de historias, todas sus obras cuentan una historia, quieren transmitir sensaciones, desde las lupas que utilizó en el Pabellón de Murcia para la Expo’92, con las que quería dar una visión diferente de la región, acercarla al público de una forma distinta, hasta las obras más “figurativas” en las que aparecen rostros y formas. Esas expresiones con las que nos miran y a las que a veces es tan difícil mantener sostener la mirada. Son inquietantes, perturbadoras, nos desasosiegan tantas veces, aunque lo importante es que nos preguntáramos por qué. ¿Qué hacen? No hacen nada, incluso muchas de ellas no nos miran porque sus ojos están ojos cerrados, como si nos impidieran ver su alma.
Pero sí que hacen, nos interpelan, nos hablan de la vida, de la vida incómoda, de unas vidas imposibles. Como por ejemplo en “El Dorado”, un enorme puzle que nos lleva a reflexionar sobre los fragmentos ocultos que nos conforman y que son parte de nosotros, un puzle de objetos, cabezas y cuerpos que nos hablan de angustias con sus expresiones al límite, pero somos nosotros mismos y tenernos que encontrar las piezas que completen el tablero, que no es otra cosa que nuestra propia vida. Cuando hacemos una elección que no es correcta la pieza no encaja bien con las demás.
Lidó nos presenta el cuerpo como un lugar de conflicto. Como decía Susan Sontag “mi cuerpo es mi campo de batalla”. Con mi cuerpo soy, con él me expreso y con él siento. Esto, visto desde el trabajo del creador, es mucho más real ya que en sus obras quien aparece es él mismo. Sus piezas están hechas con moldes de su propio cuerpo por lo que esos mensajes no están hechos desde una realidad como en diferido, no es ficticio, no engaña. Él sumerge su cuerpo en distintos materiales para conseguir el molde de las piezas y desde ahí nos habla de su preocupación por el ser humano y qué lugar ocupa en la sociedad actual. Como digo sus expresiones, su forma de gesticular, transmiten emociones, que no tienen por qué ser siempre felices o complacientes. Nuestra vida tampoco lo es y eso es precisamente lo que él nos quiere transmitir. El sufrimiento que aparece en muchas obras alude a las emociones ocultas del ser humano, así como la diversidad y complejidad de los sentimientos.
Desde el inicio de su carrera ha querido construir obras en las que se pudieran ver representadas todas las personas, tanto si las ven en Europa, América o Asia, los intereses son en realidad los mismos, por eso sus trabajos llegan tan directamente a la gente, se miren desde donde se miren. Desde él, desde su propio cuerpo, construye un cuerpo social. Empezó con sus manos, su cara y acabó abarcando su cuerpo entero.
Esa uniformidad, es ser todos y todas iguales, se ve representado en su trabajo por los cráneos, con los que aporta al imaginario colectivo una nueva lectura referente a ellos y que para él significan una toma de conciencia.
“En mi trabajo, siempre ha habido una preocupación por las ideas, como nos llegan, sobre los mecanismos que existen en nuestra cabeza para apropiarnos de unas y desechar otras, sobre su autenticidad, sobre lo que aportamos respecto a ellas de nuestra propia cosecha” .
Hay otra cuestión importante en la obra de Lidó Rico, o más bien en su forma de presentarlas. Generalmente en las exposiciones estas piezas van directamente a las paredes de la sala, o más bien salen de ellas. Esto aumenta muchas veces esa sensación de angustia, están como queriendo escapar de algo, huyendo de una materia informe que los atrapa y los quiere engullir. Al ver sus piezas en este tipo de instalaciones no nos es posible dejar de recordar las escenas del Purgatorio o del Juicio Final que tantas veces hemos contemplado en iglesias y museos. Esas figuras de la zona baja de estos cuadros, cómo se retuercen, cómo intentan salir de las llamas que los devoran, cómo miran hacia arriba buscando un consuelo o la salvación. Cambiando la idea pedagógica y catequética de estos cuadros las obras de este creador nos pueden remitir a esa misma sensación.
Las múltiples calaveras que aparecen en su obra nos remiten de nuevo a la historia del arte, tantos santos y santas que aparecen con ellas como un símbolo de penitencia. Pero más que esto nos recuerdan a las vánitas del Barroco, esos cuadros en los que nos muestran los placeres de la vida, las riquezas, la música, la belleza de las flores, el poder de las armas y de los privilegios, pero también el reloj de arena y la calavera, porque cuando acabe el tiempo todos seremos iguales, una calavera. Vista una vistas todas, todas iguales. Esa es la uniformización de la que nos habla Lidó.
Calaveras que nos hablan de nuestra propia finitud, de nuestra fragilidad.
El hombre está más cerca de su propia fragilidad de lo que se piensa. Estamos educados para mirarnos como seres perfectos y nada más lejos de la realidad. Vivimos dentro de un cuerpo donde todo pende de un hilo, pegados y articulados de manera prodigiosa, por eso nos debemos a lo visceral, a la emoción, al puñetazo en la mesa, a la huida de la comodidad y hasta de lo razonable. El arte está para hacernos evolucionar, para avanzar de manera eficaz y con resultados palpables, es un espejo donde mirarnos, pero en muchas ocasiones no estamos ni educados ni preparados para hacerlo .
Lo que él busca a través de su obra, con las diferentes expresiones de sus rostros (su rostro) es hacer un viaje hacia el interior del ser humano. Contarnos lo que puede haber oculto, por dentro, y hacerlo a través de las imágenes.
Pero todo esto que construye no tendría sentido sin el público, el que mira, el que se siente interpelado, incomodado. Decía Duchamp que es el público el que termina la obra y en cierta medida es así, como en todo constructo cultural. Podemos escribir la mejor novela del mundo pero si nadie la lee… pintar el mejor cuadro pero si nadie lo contempla… interpretar la mejor obra de teatro pero si no hay nadie en la sala…
De todo esto nos habla el trabajo de Lidó Rico, en realidad de nosotros mismos, de lo que tenemos dentro, que lo que vemos y de lo que no queremos ver, de lo que sentimos y de lo que no queremos sentir pero que al ver sus obras fluye y sale a la luz.
Volviendo a lo que decía al principio, a esa diferencia entre la escultura y la imagen, al escultor y al imaginero… o más bien al constructor de imágenes, constructor de sentido en realidad, las obras de este creador más que esculturas deberían ser llamadas imágenes. Desde donde yo lo veo Lidó Rico es un constructor de imágenes, de mensajes a través de sus piezas. Un constructor de sentido.
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