11/5/16
ARTE MERCANCÍA: Épater le bourgeois
El arte es una creación del pensamiento y por tanto debe ser un constructo crítico.
Una obra de arte que no crea y genera pensamiento es pura mercancía, un objeto que desde que sale de las manos del artista se convierte en producto para un comercio de compra/venta al que no le interesa lo más mínimo la reflexión y el cuestionamiento que puede y debe tener una obra de arte. Un arte que provoca reflexiones, cuestionamientos, ya sean sociales, políticos o sobre el mismo concepto de arte, acaba convirtiéndose en algo incómodo y no es precisamente esto lo que busca el mercado, sólo interesado en ofrecer “productos” amables que no alteren las conciencias de la burguesía siempre dispuesta a la compra como atesoramiento de objetos bellos, raros y singulares que vistan sus paredes y les den entre sus iguales un prestigio cultural (y por supuesto económico) muy del gusto de cada época.
Además, si el artista que han comprado sale en la prensa y gana becas y premios esto repercute en su inversión y en su prestigio social, sacando así una mayor plusvalía del objeto adquirido.
El Mercantilismo, como teoría económica nacida en el Antiguo Régimen, buscaba atesorar la mayor cantidad de bienes -oro y plata principalmente- para el enriquecimiento del Estado y fundamentar y sustentar, a la postre, el Absolutismo. Podríamos decir que las galerías que apoyan a estos artistas y venden sus obras y los museos y centros que las exponen se convierten en una suerte de Estado Absoluto capaz de convertirse en árbitro de lo que es y lo que no es arte, apoyados por una crítica incapaz de ver más allá de la mercancía y unos proyectos curatoriales donde parece ser que lo importante es la cantidad de obras expuestas y el currículum del artista seleccionado, pero donde la reflexión brilla por su ausencia (si hay artistas que reflexionan poco parece que hay curadores que lo hacen menos). Así se sustenta y engrandece cada vez más esta partida de dobles del arte actual: galeristas, críticos, curadores y directores, con un componente necesario, uno pasivo: el artista, y otro activo: el comprador. Como decía una galerista hace ya décadas “hacerme los cuadros medianitos que los grandes se venden menos”.
Si tomamos en cuenta lo que los museos publican después de cada exposición tendremos otra pieza más de este juego de cartas marcadas. Las hemerotecas pueden darnos información de esto, cuando se publican, a bombo y platillo y con no menos carga de incienso, las cifras de los/as visitantes de tal o cual muestra como símbolo irrefutable del éxito obtenido (no hay más que ver las fotografías de las enormes colas a la puerta del CAC Málaga cuando la exposición de Marina Abramoviç). El éxito, que venden a instituciones públicas y a patrocinadores privados como muestra del trabajo bien hecho, es pues la cantidad de gente que ha ido, pero no hay ni rastro de lo que esos/as visitantes han aprendido -si es que lo han hecho-, qué se han llevado de lo visto, qué experiencia han tenido, cómo les ha influido la reflexión que elabora tal o cual obra.
No porque eso no es lo que interesa, sino más bien la rentabilidad que obtiene la empresa o fundación patrocinadora en la promoción de su marca (amén de posibles desgravaciones fiscales).
Así, un arte que interpele, que incomode, que obligue a la reflexión no les incumbe, más bien se busca, en definitiva, un arte burgués que embellezca y dé ese “barniz cultural” que tanto ha buscado la burguesía desde su nacimiento, siempre interesada en emular a la aristocracia de tiempos pasados, por más que ésta tampoco se destaque especialmente en estos campos, pero lo importante es el brillo, el relumbrón, el retrato del abuelo sobre la chimenea. Por esto, para conseguir que “dignifique” a la familia, ese arte debe ser cuanto más raro e incomprensible mejor, cuanto más extraño mejor casa con la cómoda o el sofá.
A esto, cuando viví en Francia (país burgués emulador de la aristocracia como ninguno) descubrí una costumbre entre cierta clase que me dejó maravillado: cuando compraban una obra nueva organizaban una cena para presentarla a sus amistades, como quien presenta una rareza de la naturaleza, ese épater le bourgeois que en el fondo tanto les gusta.
No estoy en contra del mercado del arte, artistas y galeristas hacen su trabajo y tienen que vivir de él y eso es bueno, me alegran las ventas en las ferias, de lo que estoy en contra es de que ese comercio busque y fomente un arte sin compromiso ni reflexión para no molestar a la burguesía biempensante que sólo busca el lucimiento y la plusvalía.
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